Por Tomás de Iriarte
Cuando la ociosidad deviene en hábito y la desocupación en el arte, la maledicencia se encuentra en las redes su más pútrido caldo de cultivo. Así, cuales rémoras de la ignominia, emergen los mismos figurantes de siempre: sofistas de cantina, huérfanos de poder y lenguaraces de esquina, todos unidos en un concilio de gaznápiros cuyo único propósito es zaherir a quien con disciplina y empeño está sacando a Cartagena del marasmo en el que la dejaron los tahúres de la politiquería.
Es curioso ver cómo los mismos que antaño guardaban un silencio cómplice ante la debacle hoy se erigen en custodios de la moral y la buena gobernanza, como si la desvergüenza fuese su blasón de honor. Ninguno de estos bellacos de caletre rancio menciona las obras que hoy por fin ven la luz, ni la gestión de un alcalde que, a fuerza de tesón y entereza, ha demostrado que gobernar no es un oficio para mequetrefes.
El episodio en Ternera ha sido la excusa perfecta para que esta gavilla de chisgarabís salte al ruedo, con la lengua más afilada que el intelecto y la intención más torcida que un cambalache de mercachifles. Porque, claro, más fácil es el escándalo que el reconocimiento, más cómodo es zaherir que construir. Pero les guste o no, Cartagena tiene un mandatario que no se arredra, que no le teme a la confrontación y que, como dicen en el barrio, no le va a quedar grande el camello de gobernar esta ciudad.
Y a esos malandrines de teclado, esos petimetres de la difamación digital, mejor les vendría buscar un menester honesto, porque mientras ellos juegan a la insidia, hay una administración que está trabajando. Y si lo dudan, salgan a la calle, miren las obras, escuchen al pueblo y dejen de hacer el ridículo con su pataleo estéril. Porque, al final, quien no tiene oficio, termina convertido en un triste bufón de la infamia.