Por Tomás de Iriarte
En este festín de adulaciones y pantomimas políticas, donde el incienso de la lambonería reemplaza el aire puro del criterio, emerge la patética figura de Rafael Castro, otra vociferante insurrecto y hoy bufón de la corte del alcalde Dumek Turbay.
No hay en este mundo criatura más deleznable que aquel que, habiendo jurado ser centinela de la justicia, renuncia a su causa por un mendrugo de atención, como perro que cambia de amo con tal de recibir una caricia en el lomo.
Decía el pueblo en su infinita sabiduría que "no hay cosa más peligrosa que un lambón", y qué razón llevaba, pues la lambonería no es más que la traición vestida con los harapos de la lealtad. Desde hace días se ve a Castro, con los ojillos brillantes de la desesperación, lanzando piropos serviles a la administración de Dumek Turbay, cual cortesano de pacotilla que busca congraciarse con el monarca de turno.
Mas el astuto alcalde, que de ingenuo no tiene un pelo, lo observa con la paciencia de quien mira a un gato callejero rondando la despensa, sabiendo que de hambre y necesidad se mueve la criatura.
Qué queda, pues, del antiguo Rafael Castro, aquel que, con audífonos de mercadillo y gorra de veterano de guerras inexistentes, bramaba contra la administración con la vehemencia de un iluminado. Hoy, sus rebuznos se han trocado en cánticos de alabanza, y su voz, otra trémula de indignación, se ha dulcificada en un tono de devota sumisión. Ya no hay diatribas ni airados cuestionamientos, sino sonrisas complacientes y palmaditas en la espalda.
Lo han visto, incluso, embutido en la camiseta del Real Cartagena, celebrando con la euforia de quien se sabe observado, esperando tal vez que una cámara captara su entusiasmo impostado. Se ha olvidado de sus críticas, ha archivado sus exigencias de transparencia, y en su lugar, ha desplegado la alfombra roja de la adulación. Pretende ahora desmovilizarse, abandonar la trinchera de la oposición, y arrodillarse ante el altar de la conveniencia, creyendo que así logrará ingresar al círculo de confianza del mandatario.
¡Necio! Si crees, oh Rafael, que el alcalde te abrirá los brazos como padre indulgente, es que tu juicio se ha visto eclipsado por la codicia. Si tú no tragas entero, Dumek menos, y tu danza de la desesperación no hará más que convertirte en la burla de la plaza. Es así como los otros revolucionarios terminarán convertidos en caricaturas de sí mismos, en bufones de un circo que nunca los tomará en serio.
Desde la primera fila, con palomitas en mano, un observador se ríe, se sacude el polvo del cinismo y asiste, impávido, al espectáculo de la dignidad vendida al mejor postor.